sábado, 11 de mayo de 2013

LAS MADRES QUE CONOCÍ…

DESDE HUACHO-PERÚ

LAS MADRES QUE CONOCÍ…
Escribiría sobre las madres de hoy. Pero pensándolo,  mejor voy a recordar a las que de niño conocí. Huacho, desmotadora “La Moderna”, calle “Elcorrobarrutia”, hoy, “Coloma”.  Pequeño yo. Vivía en un callejón, pura tierra, con cuartos de adobe,  revestidos de barro y techos de esteras que tenía dos salidas, una para la calle mencionada, y la otra para “27 de octubre”, hoy “Elías Ipince”. A la entrada de la calle “Elcorrobarrutia”, vivía Adalberta, trenzas, mujer madura con tres hijos de padres diferentes. Vestía de satén. De armas tomar. Vendía verduras en las calles colindantes del “Mercado Sur”, el único que había en ese entonces. Dicen que era de la Campiña. A la salida de su cuarto y aprovechando un espacio del camino del callejón, criaba patos. ‘Pucha’, que era un fastidio, huecos con  lodo donde ‘cuchareaban’ los patos, afrecho para los patos, ‘caca’ de pato. Su vecina, mi madre, le increpaba por lo incómodo que era ingresar al callejón y en verano, la pestilencia que se producía. Pero no solo ella protestaba. Al costado de mi cuarto vivía Luisa, con dos hijos, padres diferentes. El papá del último de sus hijos que tenía tres años,  los visitaba de vez en cuando. Llegaba ‘mareado’ y por reclamar dinero para los alimentos de ‘su’ hijo, terminaba agredida. El callejón,  a mitad, al final de su  extremo,  se desviaba a la izquierda, más o menos tres metros, y retomaba su  camino a la derecha, que en recto desembocaba a la calle “27 de octubre”, calle que no tenía todavía salida a la Av. “San Martín”. En este segundo tramo del callejón, en unos de esos cuartos vivían “los Ramírez”, a cuya ‘matrona’ le decíamos “La Turca”, porque ese era su país de origen. De voz enredada, blanca, alta y de pelo revoloteado, cano, que sostenía con una pañoleta de colores. El esposo, tez clara, de unos sesentaicinco años, no trabajaba. Las hijas, desaliñadas, pero bonitas, siempre las buscaban los hombres, que llegaban en su movilidad. La mayor ya tenía unos 25 años, era la más bonita y proporcionada a pesar de sus faldones,  tenía ya tres hijos, los tres varones. De ‘buenos’ apellidos, pero dos de ellos sin reconocer. La segunda, Selin, era la menos proporcionada, pelo negro que resaltaba con su tez blanca, y siempre con un cigarro en la boca. Vestía con colores oscuros. Callada. No le conocíamos hijos, pero sí, siempre acompañantes. La menor,  de tan solo catorce años de edad, era la menos agraciada pero ya se dejaba ver una silueta bien formada,  buenas caderas, senos frescos. Era la más asediada y los más veteranos de los parroquianos  se regodeaban con ojos salidos. La recuerdo,  ya también, pocos años después,   con dos hijos. Al frente de la “familia Ramírez”, vivía María, cargando su canasta, vendía pescado. Con dos hijas ya, ‘querida’ de un albañil, que llegaba de vez en cuando con sus bolsas de alimentos. Era buena gente el albañil. Al comienzo de esa parte del callejón, casi junto al caño,  a un desagüe maloliente y en un ambiente pequeño donde había una destartalada ducha que nunca terminaba de dejar de chorrear, tenía su cuarto Ruperta, de la sierra y todavía con polleras, con una hija,  cuyo esposo trabajaba de mozo en el Chifa  “Oriental”. Al poco tiempo llegaron sus hermanos que no sé cómo convivieron en esas dos piezas de su cuarto. Y a su extremo, a la salida para “27 de octubre”, la Inocenta, una morena desdentada, de mediana estatura pero de armas tomar, sin esposo. Vendía tortitas, cachitos,  empanadas. Cinco hijos, padres diferentes, tres mujeres, dos hombres. De las  mujeres, dos trabajaban en   “La Consa”, conservera de pescado, y  Esmeralda, la menor y más agraciada, blancona,  que cuando ya le habían conseguido  trabajo, para su suerte,  dicen que se conoció con un joven, que trabajaba en Lima, y se fue con él. Llegó a trabajar  en una oficina y estaba bien. Bueno, eso decía su madre, los del callejón, decían otra cosa. Los varones eran pequeños, estudiaban a duras penas.  De “La Consa”, tengo bellos recuerdos.  En las noches, a su alrededor, caminos desiertos, poca luz, rieles  y el  cementerio que debíamos cruzar  para dejar comida a nuestros familiares, mujeres todas, que  trabajaban hasta tarde de la noche. Del grupo, hombres y mujeres,  los más jóvenes  corríamos y a los más pequeños que nos seguían los hacíamos llorar con los muertos,  en otros momentos nos entreteníamos para jugar en los ambientes de los vagones de los trenes  que no alcanzaron a llegar a los ambientes de la factoría en  lo que es hoy el Colegio “Domingo Mandamiento”, que en las sombras de la noche permanecían en lo que hoy  es “9 de octubre” y cerca de  lo que es hoy  “Plaza El Sol”. Que bellos recuerdos, la ciudad con sus focos amarillentos que  ya iban ganado a la ciudad. Los prendían, como hoy, a las seis de la tarde. Pero aun así, la oscuridad y las chacras   todavía no alcanzaban a hacerse calles. Qué lindo cuando había luna llena y era invierno, y las sombras y nuestras siluetas eran parte de nuestros juegos. A los del callejón, “Elcorrobarrutia”, empedrada,  era nuestra zona urbana, “27 de octubre”, tierra,  la rural. Algo que completaba la vida del callejón era  la abuela Nicéfora, que vestía siempre de negro. Viuda. Cada fin de mes, los domingos aparecía a esos de las seis y media a siete de la mañana al son de sus desarrapados zapatos vociferando las maldiciones de la mañana a los deudores de los alquileres de los cuartos. Nadie se atrevía a abrir sus puertas porque era motivo para descargar su ira. Cada quién la divisaba por sus rendijas. 
                Esas son las madres que conocí. Con todos los tropiezos de la vida y en medio de la  pobreza, sobrellevaban sus vidas, con más penas  que  alegrías. Sus hijos, no diremos que fuimos  felices porque sería una gran mentira, pero como churres, era nuestro mundo, que conocimos por muchos años.
¿ALGO HA CAMBIADO? CASI NADA HA CAMBIADO.
NOTA: Cualquier semejanza es pura coincidencia.