DESDE HUACHO-PERÚ
LAS
MADRES QUE CONOCÍ…
Escribiría sobre
las madres de hoy. Pero pensándolo, mejor voy a recordar a las que de niño conocí.
Huacho, desmotadora “La Moderna”, calle “Elcorrobarrutia”, hoy, “Coloma”. Pequeño yo. Vivía en un callejón, pura tierra,
con cuartos de adobe, revestidos de
barro y techos de esteras que tenía dos salidas, una para la calle mencionada,
y la otra para “27 de octubre”, hoy “Elías Ipince”. A la entrada de la calle “Elcorrobarrutia”,
vivía Adalberta, trenzas, mujer madura con tres hijos de padres diferentes. Vestía
de satén. De armas tomar. Vendía verduras en las calles colindantes del “Mercado
Sur”, el único que había en ese entonces. Dicen que era de la Campiña. A la
salida de su cuarto y aprovechando un espacio del camino del callejón, criaba
patos. ‘Pucha’, que era un fastidio, huecos con
lodo donde ‘cuchareaban’ los patos, afrecho para los patos, ‘caca’ de
pato. Su vecina, mi madre, le increpaba por lo incómodo que era ingresar al
callejón y en verano, la pestilencia que se producía. Pero no solo ella
protestaba. Al costado de mi cuarto vivía Luisa, con dos hijos, padres
diferentes. El papá del último de sus hijos que tenía tres años, los visitaba de vez en cuando. Llegaba
‘mareado’ y por reclamar dinero para los alimentos de ‘su’ hijo, terminaba
agredida. El callejón, a mitad, al final
de su extremo, se desviaba a la izquierda, más o menos tres
metros, y retomaba su camino a la
derecha, que en recto desembocaba a la calle “27 de octubre”, calle que no
tenía todavía salida a la Av. “San Martín”. En este segundo tramo del callejón,
en unos de esos cuartos vivían “los Ramírez”, a cuya ‘matrona’ le decíamos “La Turca”,
porque ese era su país de origen. De voz enredada, blanca, alta y de pelo revoloteado,
cano, que sostenía con una pañoleta de colores. El esposo, tez clara, de unos
sesentaicinco años, no trabajaba. Las hijas, desaliñadas, pero bonitas, siempre
las buscaban los hombres, que llegaban en su movilidad. La mayor ya tenía unos
25 años, era la más bonita y proporcionada a pesar de sus faldones, tenía ya tres hijos, los tres varones. De ‘buenos’
apellidos, pero dos de ellos sin reconocer. La segunda, Selin, era la menos
proporcionada, pelo negro que resaltaba con su tez blanca, y siempre con un
cigarro en la boca. Vestía con colores oscuros. Callada. No le conocíamos
hijos, pero sí, siempre acompañantes. La menor, de tan solo catorce años de edad, era la menos
agraciada pero ya se dejaba ver una silueta bien formada, buenas caderas, senos frescos. Era la más
asediada y los más veteranos de los parroquianos se regodeaban con ojos salidos. La recuerdo, ya también, pocos años después, con dos
hijos. Al frente de la “familia Ramírez”, vivía María, cargando su canasta, vendía
pescado. Con dos hijas ya, ‘querida’ de un albañil, que llegaba de vez en
cuando con sus bolsas de alimentos. Era buena gente el albañil. Al comienzo de
esa parte del callejón, casi junto al caño,
a un desagüe maloliente y en un ambiente pequeño donde había una destartalada
ducha que nunca terminaba de dejar de chorrear, tenía su cuarto Ruperta, de la
sierra y todavía con polleras, con una hija,
cuyo esposo trabajaba de mozo en el Chifa “Oriental”. Al poco tiempo llegaron sus
hermanos que no sé cómo convivieron en esas dos piezas de su cuarto. Y a su
extremo, a la salida para “27 de octubre”, la Inocenta, una morena desdentada,
de mediana estatura pero de armas tomar, sin esposo. Vendía tortitas,
cachitos, empanadas. Cinco hijos, padres
diferentes, tres mujeres, dos hombres. De las mujeres, dos trabajaban en “La Consa”, conservera de pescado, y Esmeralda, la menor y más agraciada, blancona,
que cuando ya le habían conseguido trabajo, para su suerte, dicen que se conoció con un joven, que
trabajaba en Lima, y se fue con él. Llegó a trabajar en una oficina y estaba bien. Bueno, eso decía
su madre, los del callejón, decían otra cosa. Los varones eran pequeños,
estudiaban a duras penas. De “La Consa”,
tengo bellos recuerdos. En las noches, a
su alrededor, caminos desiertos, poca luz, rieles y el cementerio
que debíamos cruzar para dejar comida a
nuestros familiares, mujeres todas, que trabajaban
hasta tarde de la noche. Del grupo, hombres y mujeres, los más jóvenes corríamos y a los más pequeños que nos seguían
los hacíamos llorar con los muertos, en
otros momentos nos entreteníamos para jugar en los ambientes de los vagones de
los trenes que no alcanzaron a llegar a los
ambientes de la factoría en lo que es
hoy el Colegio “Domingo Mandamiento”, que en las sombras de la noche
permanecían en lo que hoy es “9 de
octubre” y cerca de lo que es hoy “Plaza El Sol”. Que bellos recuerdos, la
ciudad con sus focos amarillentos que ya
iban ganado a la ciudad. Los prendían, como hoy, a las seis de la tarde. Pero
aun así, la oscuridad y las chacras todavía no alcanzaban a hacerse calles. Qué
lindo cuando había luna llena y era invierno, y las sombras y nuestras siluetas
eran parte de nuestros juegos. A los del callejón, “Elcorrobarrutia”,
empedrada, era nuestra zona urbana, “27
de octubre”, tierra, la rural. Algo que
completaba la vida del callejón era la abuela
Nicéfora, que vestía siempre de negro. Viuda. Cada fin de mes, los domingos aparecía
a esos de las seis y media a siete de la mañana al son de sus desarrapados
zapatos vociferando las maldiciones de la mañana a los deudores de los
alquileres de los cuartos. Nadie se atrevía a abrir sus puertas porque era
motivo para descargar su ira. Cada quién la divisaba por sus rendijas.
Esas
son las madres que conocí. Con todos los tropiezos de la vida y en medio de la pobreza, sobrellevaban sus vidas, con más
penas que alegrías. Sus hijos, no diremos que fuimos felices porque sería una gran mentira, pero
como churres, era nuestro mundo, que conocimos por muchos años.
¿ALGO HA CAMBIADO? CASI NADA HA CAMBIADO.
NOTA:
Cualquier semejanza es pura coincidencia.